Moteros
Publicat: ds., 02 jul. 2011, 11:40
Es un poco viejo... pero mola mucho...!! Je, je, je... Y además, es algo que será vigente toda la vida...
Artículo publicado en vistazoalaprensa.com en agosto de 2007
Uno se cree que por el mero hecho de pertenecer a un colectivo puede dar respuestas a cuantas preguntas se le formulen respecto a dicho colectivo y resulta que, algunas veces, los que ven el tema desde fuera gozan de una perspectiva más amplia y se hacen preguntas respecto a ese grupo que los integrantes del mismo ni se plantean.
Y así me ocurría esta misma mañana mientras mantenía una larga conversación telefónica con mi querido y admirado vecino de página, Juan Urrutia, en la que me planteaba una pregunta sobre moteros que un servidor no ha sabido responder. Me van a permitir mis queridos reincidentes que no le desvele la pregunta hasta dentro de unos párrafos, margen que ruego me concedan para intentar introducirlos en el mundillo de las motos y los moteros.
Y es que un servidor se declara un motero irredento. Menos motero de lo que él quisiera, pues sus obligaciones no le permiten dedicarle a viajar en moto todo el tiempo que desearía, pero motero al fin y al cabo.
Es más que probable que a aquéllos de mis queridos reincidentes que no sean moteros les resulte difícil comprender lo que se llega a disfrutar de la moto como compañera de viaje, las sensaciones que se viven sobre una motocicleta –y no me estoy refiriendo a la velocidad, que puede disfrutarse plenamente de la moto siendo respetuoso con las normas de tráfico- sensaciones que, por intensas, no soy capaz de describirles sino es a base de experiencias que intentaré introducirles en el relato de la manera menos plúmbea de la que sea uno capaz a estas alturas del verano, teniendo en cuenta que servidor todavía no ha disfrutado de sus merecidísimas vacaciones. En honor a la verdad, cuando este artículo vea la luz quien les escribe estará en el quinto pino y con el móvil “fuera de cobertura o apagado”.
Aunque uno empieza a ser motero mucho antes de tener motocicleta, y eso se hace devorando las revistas de motos cuando se es todavía un adolescente y anhelando que llegue el día en la que pueda conseguir la moto de sus sueños –una Bultaco Streaker en el caso de un servidor, hace ya unas cuantas décadas- en la mayoría de ocasiones uno no puede ejercer de motero con todas las de la ley hasta que goza de cierta independencia económica. Recuerda un servidor de su época de estudiante un Vespino GL rojo con el que se estrenó en el “mundo del motor”, con el que, en espera de mejores épocas y más largas rutas, “viajaba” desde su domicilio hasta el Instituto cada día.
El acceso al mundo laboral, a mediados de los ochenta, le permitió a quien les escribe acceder a una viejísima Montesa Impala del 62, casi, casi, una moto de las grandes, que le servía a un servidor para ir al trabajo, acudir a clase por las tardes y aventurarse a alguna que otra excursión de fin de semana. En su fuero interno, quien les escribe ya sentía motero, con un cacharro que era una antigualla y cuya bujía hacía la perla cada dos por tres, pero un motero, con su casco integral, su “Barbour” y su carné de “moto grande” en el bolsillo.
Y cuando por fin aquel motero consiguió trabajar de lo que deseaba y disponía de un sueldo con el que se hubiese podido permitir ser un motero con moto decente, el bebé, la primera hipoteca –y las consiguientes horas extras- y todas esas responsabilidades con las que los jóvenes entrábamos de sopetón en el mundo real, dejaron al joven motero sin tiempo ni ocasión para disfrutar de la moto, y como solución intermedia adquirió su primera Vespa, que le mataba el gusanillo de ir sobre dos ruedas, quedando relegada la moto a mero medio de transporte con el que desplazarse hasta el trabajo y, excepcionalmente, llevar a cabo alguna que otra excursioncilla. Al cabo de dos Vespas, y con el bebé ya crecidito, uno se cruza una tarde con una preciosa Yamaha de 600 c.c. –mi penúltima moto- y se enamora. Y es aquí, mis queridos reincidentes, cuando a los cuarenta se convierte uno, por fin, en motero y conoce de primera mano todas esas sensaciones que todavía no sé cómo explicarles. Sólo decirles que alguna vez que casualmente me he cruzado a mi ex, (mi ex moto, por supuesto) con la que fui tan feliz, aun y teniendo ahora una moto mejor y mucho más potente, siento celos de su actual propietario. Y me dan ganas de cantarle lo que Julio Iglesias a la Preysler, “Lo mejor de tu vida, me lo he llevado yo…”.
Un servidor tiene la teoría de que la felicidad completa no existe. La felicidad se compone de esas pequeñas –o grandes- cosas, que le permiten a uno ser feliz un instante. El secreto para ser feliz reside en saber encadenar el máximo de instantes felices posibles. Pues créanme que encima de una moto, con la carretera por delante y un destino cierto o incierto, un servidor se siente feliz, y esa sensación la compartimos todos los que nos gusta la moto. La moto, además de para llevarnos al trabajo y de utilizarla para hacer los recados en el centro donde es un suplicio circular e imposible estacionar cuando se va en coche, sirve también para ser feliz. Aunque algunas veces tanta felicidad pueda ocasionar algún que otro problemilla doméstico como el que a continuación les relato y que es tan real como la vida misma.
Tarde de verano en la que uno disfruta de unos días adicionales de vacaciones mientras el resto de la familia ya se ha incorporado a sus obligaciones. Suena el móvil y quien les escribe responde. El número que aparece en la pantallita es el del trabajo de la cónyuge de un servidor:
-¿Sí?
- Oye, que a ver si te puedes pasar por Mercadona, que me acabo de acordar que no tengo crema de manos.
- ¿Y no puede ser de otro sitio?
- No. Me gusta la de Mercadona. Es un bote redondo de color rosadito.
- Ya, si sé cual es, pero… ¿no te da igual otra marca?
- Que no, “pesao”. Que me gusta ésa.
- Es que… igual no me da tiempo a llegar.
-¿Qué no te da tiempo? Pero si son las cinco de la tarde. ¿Dónde estás?
- En la Plaza del Pilar.
- ¿En la Plaza del Pilar? ¿En qué Plaza del Pilar?
- En qué Plaza del Pilar va a ser. En la Plaza del Pilar de Zaragoza.
- ¿En Zaragoooozaaaaaaa? ¿Y qué co(piiiiiip) haces tú en Zaragozaaaa?
- Pues he venido a tomarme un cafetito, dando una vueltecilla en moto.
- ¿Una vueltecillaaaa? ¿Hasta Zaragozaaaaaa? Estás loco “perdío”, ¿eh?
- Mujer, no hay para tanto. Ida y vuelta son 500 kilómetros. ¿Qué son 500 kilómetros comparados con la inmensidad del universo?
- Bueno, deja lo de la crema de manos. Ten cuidado y no corras.
- No, no. Probablemente me dé tiempo. Son sólo dos horas y media de camino.
Tres a lo sumo.
- Anda, quita, quita…
Y es aquí cuando más de un reincidente despejará sus dudas –si es que albergaba alguna- de que quien les escribe está loco de atar, a menos que sea usted motero, en cuyo caso me comprenderá perfectamente. Así, un servidor, como lo hace cualquier motero, se suele dar el gustazo de aprovechar una tarde de fiesta para tomarse un café a muchísimos kilómetros de su casa, metiéndose entre pecho y espalda cinco o seis horas de moto por el puro placer de conducir, solo o acompañado de amiguetes moteros. ¿A alguien se le ocurre coger el coche y pegarse 500 kilómetros para tomar un café? No. ¿Por qué? Pues porque nada tiene que ver el coche con la moto. Esa sensación de libertad, circulando con el casco abierto, el aire en la cara por esas carreteras de montaña bailando sobre las curvas, el placer de percibir mil aromas que en coche ni se aprecian… Han de vivirlo para hacerse una ligera idea.
Y no quiero dejar pasar la oportunidad de desmontarles el tópico de que los moteros somos unos gamberros motorizados que nos pasamos la Ley de Seguridad Vial por el forro. Es evidente que en cualquier colectivo, como en botica, hay de todo, y que un solo gamberro motorizado –que no motero- haciendo el cabrito –quitándole años- y adelantando a todo lo que se mueve como si circulara por un circuito es visto por ciento y la madre -además, su vestimenta suele ser llamativa y espectacular-, pero las estadísticas demuestran que los moteros son, al menos, tan decentes como el resto de conductores y suelen estar implicados, porcentualmente, en menos accidentes. Por algo será.
Y llegados a este punto, y esperando que el tostón precedente no les haya hecho abandonar justo cuando viene el intríngulis de esta columna, les desvelo la pregunta que me hacía el amigo Urrutia y que decía tal que así:
- Oye, tú que eres motero. Tengo curiosidad por saber una cosa que me intriga. ¿Por qué los moteros os lleváis tan bien entre vosotros, que os saludáis cuando os cruzáis por la carretera sin conoceros, que charláis cuando os encontráis en un semáforo aunque no os hayáis visto en vuestra vida, mientras que los conductores de coche nos odiamos tanto entre nosotros?
Y tiene razón Urrutia. Cuando dos motoristas se cruzan por la carretera siempre se saludan haciendo la señal de la victoria con los dedos de la mano izquierda, o sacando el pie del estribo si las circunstancias aconsejan no soltar el manillar. Cuando un motorista circula en coche –a veces es inevitable circular enlatado- y ve un motorista detrás de él en una zona con línea continua, se orilla para cederle paso mientras le muestra por la ventanilla los dedos en “uve”. El motorista, que ha identificado a un motero con menos suerte que él –ese día circula en coche- sacará su pie derecho del estribo al pasar, saludándolo. No verá usted jamás a un motero averiado en el arcén, sin que se pare el primer motorista que pase por allí. ¿Por qué ese buen rollo? Pues esta mañana le respondía al amigo Urrutia con un “ni idea, socio”. Porque la verdad es que jamás me había planteado el porqué de tanto buen rollo entre motoristas, cuando ocurre todo lo contrario entre conductores de coche. Que como se despiste uno un segundo al cambiar el semáforo a verde y no salga de forma inmediata, se gana el pobre una pitada monumental.
Y así lleva uno toda la tarde buscando motivos. Buscando el porqué de esa camaradería que nos une a todos sin distinción de país, raza, sexo, creencias, tipo de moto o –como escribía Urrutia en su artículo de la semana anterior- grado de alopecia. Y la verdad es que sólo se le ocurre una cosa y que casa con lo que les comentaba unos párrafos más arriba.
En moto se es feliz. Y cuando uno se siente feliz es mucho más amigable. Es por lo que les recomiendo, mis queridos reincidentes, que sean ustedes moteros aunque no tengan moto. Especialmente cuando circulen en coche. Verán qué diferencia.
Saludos en uve a todos los moteros.
Artículo publicado en vistazoalaprensa.com en agosto de 2007
Uno se cree que por el mero hecho de pertenecer a un colectivo puede dar respuestas a cuantas preguntas se le formulen respecto a dicho colectivo y resulta que, algunas veces, los que ven el tema desde fuera gozan de una perspectiva más amplia y se hacen preguntas respecto a ese grupo que los integrantes del mismo ni se plantean.
Y así me ocurría esta misma mañana mientras mantenía una larga conversación telefónica con mi querido y admirado vecino de página, Juan Urrutia, en la que me planteaba una pregunta sobre moteros que un servidor no ha sabido responder. Me van a permitir mis queridos reincidentes que no le desvele la pregunta hasta dentro de unos párrafos, margen que ruego me concedan para intentar introducirlos en el mundillo de las motos y los moteros.
Y es que un servidor se declara un motero irredento. Menos motero de lo que él quisiera, pues sus obligaciones no le permiten dedicarle a viajar en moto todo el tiempo que desearía, pero motero al fin y al cabo.
Es más que probable que a aquéllos de mis queridos reincidentes que no sean moteros les resulte difícil comprender lo que se llega a disfrutar de la moto como compañera de viaje, las sensaciones que se viven sobre una motocicleta –y no me estoy refiriendo a la velocidad, que puede disfrutarse plenamente de la moto siendo respetuoso con las normas de tráfico- sensaciones que, por intensas, no soy capaz de describirles sino es a base de experiencias que intentaré introducirles en el relato de la manera menos plúmbea de la que sea uno capaz a estas alturas del verano, teniendo en cuenta que servidor todavía no ha disfrutado de sus merecidísimas vacaciones. En honor a la verdad, cuando este artículo vea la luz quien les escribe estará en el quinto pino y con el móvil “fuera de cobertura o apagado”.
Aunque uno empieza a ser motero mucho antes de tener motocicleta, y eso se hace devorando las revistas de motos cuando se es todavía un adolescente y anhelando que llegue el día en la que pueda conseguir la moto de sus sueños –una Bultaco Streaker en el caso de un servidor, hace ya unas cuantas décadas- en la mayoría de ocasiones uno no puede ejercer de motero con todas las de la ley hasta que goza de cierta independencia económica. Recuerda un servidor de su época de estudiante un Vespino GL rojo con el que se estrenó en el “mundo del motor”, con el que, en espera de mejores épocas y más largas rutas, “viajaba” desde su domicilio hasta el Instituto cada día.
El acceso al mundo laboral, a mediados de los ochenta, le permitió a quien les escribe acceder a una viejísima Montesa Impala del 62, casi, casi, una moto de las grandes, que le servía a un servidor para ir al trabajo, acudir a clase por las tardes y aventurarse a alguna que otra excursión de fin de semana. En su fuero interno, quien les escribe ya sentía motero, con un cacharro que era una antigualla y cuya bujía hacía la perla cada dos por tres, pero un motero, con su casco integral, su “Barbour” y su carné de “moto grande” en el bolsillo.
Y cuando por fin aquel motero consiguió trabajar de lo que deseaba y disponía de un sueldo con el que se hubiese podido permitir ser un motero con moto decente, el bebé, la primera hipoteca –y las consiguientes horas extras- y todas esas responsabilidades con las que los jóvenes entrábamos de sopetón en el mundo real, dejaron al joven motero sin tiempo ni ocasión para disfrutar de la moto, y como solución intermedia adquirió su primera Vespa, que le mataba el gusanillo de ir sobre dos ruedas, quedando relegada la moto a mero medio de transporte con el que desplazarse hasta el trabajo y, excepcionalmente, llevar a cabo alguna que otra excursioncilla. Al cabo de dos Vespas, y con el bebé ya crecidito, uno se cruza una tarde con una preciosa Yamaha de 600 c.c. –mi penúltima moto- y se enamora. Y es aquí, mis queridos reincidentes, cuando a los cuarenta se convierte uno, por fin, en motero y conoce de primera mano todas esas sensaciones que todavía no sé cómo explicarles. Sólo decirles que alguna vez que casualmente me he cruzado a mi ex, (mi ex moto, por supuesto) con la que fui tan feliz, aun y teniendo ahora una moto mejor y mucho más potente, siento celos de su actual propietario. Y me dan ganas de cantarle lo que Julio Iglesias a la Preysler, “Lo mejor de tu vida, me lo he llevado yo…”.
Un servidor tiene la teoría de que la felicidad completa no existe. La felicidad se compone de esas pequeñas –o grandes- cosas, que le permiten a uno ser feliz un instante. El secreto para ser feliz reside en saber encadenar el máximo de instantes felices posibles. Pues créanme que encima de una moto, con la carretera por delante y un destino cierto o incierto, un servidor se siente feliz, y esa sensación la compartimos todos los que nos gusta la moto. La moto, además de para llevarnos al trabajo y de utilizarla para hacer los recados en el centro donde es un suplicio circular e imposible estacionar cuando se va en coche, sirve también para ser feliz. Aunque algunas veces tanta felicidad pueda ocasionar algún que otro problemilla doméstico como el que a continuación les relato y que es tan real como la vida misma.
Tarde de verano en la que uno disfruta de unos días adicionales de vacaciones mientras el resto de la familia ya se ha incorporado a sus obligaciones. Suena el móvil y quien les escribe responde. El número que aparece en la pantallita es el del trabajo de la cónyuge de un servidor:
-¿Sí?
- Oye, que a ver si te puedes pasar por Mercadona, que me acabo de acordar que no tengo crema de manos.
- ¿Y no puede ser de otro sitio?
- No. Me gusta la de Mercadona. Es un bote redondo de color rosadito.
- Ya, si sé cual es, pero… ¿no te da igual otra marca?
- Que no, “pesao”. Que me gusta ésa.
- Es que… igual no me da tiempo a llegar.
-¿Qué no te da tiempo? Pero si son las cinco de la tarde. ¿Dónde estás?
- En la Plaza del Pilar.
- ¿En la Plaza del Pilar? ¿En qué Plaza del Pilar?
- En qué Plaza del Pilar va a ser. En la Plaza del Pilar de Zaragoza.
- ¿En Zaragoooozaaaaaaa? ¿Y qué co(piiiiiip) haces tú en Zaragozaaaa?
- Pues he venido a tomarme un cafetito, dando una vueltecilla en moto.
- ¿Una vueltecillaaaa? ¿Hasta Zaragozaaaaaa? Estás loco “perdío”, ¿eh?
- Mujer, no hay para tanto. Ida y vuelta son 500 kilómetros. ¿Qué son 500 kilómetros comparados con la inmensidad del universo?
- Bueno, deja lo de la crema de manos. Ten cuidado y no corras.
- No, no. Probablemente me dé tiempo. Son sólo dos horas y media de camino.
Tres a lo sumo.
- Anda, quita, quita…
Y es aquí cuando más de un reincidente despejará sus dudas –si es que albergaba alguna- de que quien les escribe está loco de atar, a menos que sea usted motero, en cuyo caso me comprenderá perfectamente. Así, un servidor, como lo hace cualquier motero, se suele dar el gustazo de aprovechar una tarde de fiesta para tomarse un café a muchísimos kilómetros de su casa, metiéndose entre pecho y espalda cinco o seis horas de moto por el puro placer de conducir, solo o acompañado de amiguetes moteros. ¿A alguien se le ocurre coger el coche y pegarse 500 kilómetros para tomar un café? No. ¿Por qué? Pues porque nada tiene que ver el coche con la moto. Esa sensación de libertad, circulando con el casco abierto, el aire en la cara por esas carreteras de montaña bailando sobre las curvas, el placer de percibir mil aromas que en coche ni se aprecian… Han de vivirlo para hacerse una ligera idea.
Y no quiero dejar pasar la oportunidad de desmontarles el tópico de que los moteros somos unos gamberros motorizados que nos pasamos la Ley de Seguridad Vial por el forro. Es evidente que en cualquier colectivo, como en botica, hay de todo, y que un solo gamberro motorizado –que no motero- haciendo el cabrito –quitándole años- y adelantando a todo lo que se mueve como si circulara por un circuito es visto por ciento y la madre -además, su vestimenta suele ser llamativa y espectacular-, pero las estadísticas demuestran que los moteros son, al menos, tan decentes como el resto de conductores y suelen estar implicados, porcentualmente, en menos accidentes. Por algo será.
Y llegados a este punto, y esperando que el tostón precedente no les haya hecho abandonar justo cuando viene el intríngulis de esta columna, les desvelo la pregunta que me hacía el amigo Urrutia y que decía tal que así:
- Oye, tú que eres motero. Tengo curiosidad por saber una cosa que me intriga. ¿Por qué los moteros os lleváis tan bien entre vosotros, que os saludáis cuando os cruzáis por la carretera sin conoceros, que charláis cuando os encontráis en un semáforo aunque no os hayáis visto en vuestra vida, mientras que los conductores de coche nos odiamos tanto entre nosotros?
Y tiene razón Urrutia. Cuando dos motoristas se cruzan por la carretera siempre se saludan haciendo la señal de la victoria con los dedos de la mano izquierda, o sacando el pie del estribo si las circunstancias aconsejan no soltar el manillar. Cuando un motorista circula en coche –a veces es inevitable circular enlatado- y ve un motorista detrás de él en una zona con línea continua, se orilla para cederle paso mientras le muestra por la ventanilla los dedos en “uve”. El motorista, que ha identificado a un motero con menos suerte que él –ese día circula en coche- sacará su pie derecho del estribo al pasar, saludándolo. No verá usted jamás a un motero averiado en el arcén, sin que se pare el primer motorista que pase por allí. ¿Por qué ese buen rollo? Pues esta mañana le respondía al amigo Urrutia con un “ni idea, socio”. Porque la verdad es que jamás me había planteado el porqué de tanto buen rollo entre motoristas, cuando ocurre todo lo contrario entre conductores de coche. Que como se despiste uno un segundo al cambiar el semáforo a verde y no salga de forma inmediata, se gana el pobre una pitada monumental.
Y así lleva uno toda la tarde buscando motivos. Buscando el porqué de esa camaradería que nos une a todos sin distinción de país, raza, sexo, creencias, tipo de moto o –como escribía Urrutia en su artículo de la semana anterior- grado de alopecia. Y la verdad es que sólo se le ocurre una cosa y que casa con lo que les comentaba unos párrafos más arriba.
En moto se es feliz. Y cuando uno se siente feliz es mucho más amigable. Es por lo que les recomiendo, mis queridos reincidentes, que sean ustedes moteros aunque no tengan moto. Especialmente cuando circulen en coche. Verán qué diferencia.
Saludos en uve a todos los moteros.